Sara Sarmiento

27 de may de 20223 min.

Permitirse ser, pero sin dañar.

Ayer leí la entrada de una influencer que decía que permitía a su hijo ser tal cuál era, sin poner límites, porque querer era eso: permitir al otro ser.

Creo sinceramente que tiene razón, es un espacio muy sanador para su hijo. Pero, siguiendo al psicoanálisis, también creo que los límites son muy necesarios y precisos. Y pasando de la infancia, quiero llevar esta reflexión a la edad adulta.

Muchas veces me encuentro personas en la consulta que necesitan ser aceptadas en todas sus versiones. La cuestión es, que a veces, esas versiones o partes internas son realmente nocivas para los otros. Queremos que nos validen lo que sentimos, pero muchas veces no aceptamos que el otro también tiene emociones, y miedos, y necesidades.

Queremos del otro que sea lo que necesitamos. Pero no aceptamos su otredad, su libertad, su mundo interior. Tampoco solemos aceptar que para cuidarse, nos ponga límites. Queremos ser aceptadas incondicionalmente, pero para ello, irremediablemente, el otro ha de salir dañado. Porque el amor tiene condiciones: El respeto. El cuidado (por poner solo dos).

En otras ocasiones, en la clínica, pareciera que veo el patrón contrario. Especialmente me encuentro con mujeres sometidas en los vínculos con algún hombre. Sin querer ser reduccionista, en la clínica me encuentro muchas veces que estas mujeres sometidas, a parte de por la educación recibida, se someten por una cuestión muy importante: no ser abandonadas. Y para ello, harán todo lo posible. Todo lo que puedan para que el otro no se vaya: llorar, enfadarse, destrozar la casa, suplicar.

Estas conductas tienen muchas explicaciones: desde la neotenia y la dependencia primaria de los bebés, hasta que estamos biológicamente programados todos los seres humanos para vincular, pasando por el apego ansioso ambivalente con sus famosas conductas de protesta, hasta que, detrás del miedo al abandono, se esconde la sensación de vacío y soledad, que suelen recordar, consciente o inconscientemente, a escenas infantiles traumáticas y negligentes. También se encuentra la sensación de fragmentación del yo (es complicado de explicar aquí) y la sensación de que si el otro se va, yo no valgo nada, porque el otro me da la valía que yo no siento que tengo.

Al final, en uno u otro perfil, el otro no es visto como un otro separado de mí, sino como alguien que me tiene que proveer y, para ello, sin darnos cuenta, le pedimos que no sea una persona libre, sino una persona a nuestro servicio. Exactamente igual que la madre idealizada que solo vive para el bebé.

Pero no somos bebés. Y la madre que tuvimos no solo era madre, sino mujer (de este tema hablaré en otro lado, porque hay madres muy negligentes). Pero quiero seguir por la idea de que la madre dadora, también es mujer o, mejor dicho, es una mujer que temporalmente tiene que ser madre (también profundizaré en esto en otro momento).

Mamá era una mujer. Un otro, con deseo propio. Y miedos. E historia de trauma propia. Y patrones relacionales. Y sus manías. Y muchas cosas. Y necesitamos, como adultas, empezar a entender que los otros no son la mamá dadora. Ni tenemos que someternos a ellos para que no se vayan, convirtiéndolos, por qué no decirlo, en esclavos de nuestras emociones.

Tenemos que dejar también de pedir en todos los momentos que nos validen. Una cosa es el respeto recíproco entre adultos, donde ambas partes intentan sostenerse y ayudarse, y otro muy diferente obligar a la otra persona a sostenernos, olvidando que ella también puede estar sufriendo.

Tengamos cuidado. Cuidemos los vínculos. Pongamos límites. Cuidémonos. Dejemos que nos cuiden. Delicado equilibrio este de relacionarse ¿No creéis?

Como nota final, anticipando comentarios, ya os digo que esto no va de "entonces el otro me puede hablar mal o no respetar ni validar" ni tampoco de "entonces yo me lo tengo que gestionar sola". No. Esto va de relacionarnos con salud y respeto.

Os quiero.

Sara.

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